El 24 de febrero el futuro se apagó en Chernigov. Las tropas rusas entraban en está ciudad ucraniana fronteriza con Bielorrusia y de un plumazo borraban las esperanzas e ilusiones de sus miles de habitantes. Entre ellos, la familia de Tatiana Piskovenko, su marido y sus dos hijos, Mira y Zahar, de 7 y 6 años. Obligados a esconderse en un refugio antiaéreo durante días, la madre junto con sus dos hijos consiguió abandonar la ciudad escondida en una ambulancia y llegar hasta la frontera polaca. Esos mismos días, a más de 3.500 kilómetros de distancia, las mismas bombas que azotaban Ucrania sacudían conciencias e impulsaban a otra familia con dos hijos pequeños a ofrecerse para acoger refugiados.

En Nanclares, Txus Jiménez, junto con su esposa Zuriñe y sus hijos Álex y Sandra no se lo pensaron mucho a la hora de ofrecer su casa para alojar a quienes huían de la guerra. “El 15 de marzo hablé con un amigo que iba con una autocaravana a Polonia a recoger gente de Ucrania porque él está casado con una ucraniana y le comenté que en mi casa había sitio. Le dije que económicamente no andábamos bien, pero que alojamiento podíamos darles y ya nos buscaríamos la vida para mantenerles”.

Nueve días después, el 24 de marzo, Tatiana, Mira y Zahar llegaban a Nanclares con la mirada perdida de quienes han perdido todo menos la esperanza. En casa de los Jiménez encontraron la tranquilidad perdida y comenzaron una nueva vida, provisional quizás, pero alejada del horror de la guerra sin sentido que se libra en su país. Desde entonces, de labios de Tatiana solo salen palabras de agradecimiento. Pese a no hablar castellano y con el precario traductor de Google como herramienta, esta ucraniana se deshace en elogios hacia Txus y su familia. “Son todos muy buenos, nos han acogido muy bien y nos tratan muy bien. Estamos muy agradecidos con ellos”, relata.

De lo que dejaron atrás, Txus reconoce que hablan poco. “No queremos preguntarles nada, pero poco a poco van contando cosas”. Ahora, se afanan en completar los trámites administrativos para poder regularizar su situación. “Los niños vinieron sin pasaporte, así que lo primero es ir a Extranjería, conseguir permiso de residencia, de trabajo y ya poderles empadronar y el lunes 11 de abril ya empezaron en el colegio”, explica.

Búsqueda de trabajo

Por su parte, Tatiana asiste a clases de español en el centro sociocultural para poder comenzar a hablar un idioma que le permita buscar un trabajo. Ya en casa, las culturas se entrelazan y los platos ucranianos se mezclan con los autóctonos. Txus relata como Tatiana cocina platos ucranianos como patatas Zrazy o papillas Koshe con mijo, preparaciones “con mucha verdura, muy diferentes a las nuestras”.

Mientras tanto, Mira y Zahar juegan con Nala, la perra que ya han adoptado como suya y hacen sus primeros pinitos en castellano. Su madre también se deshace en gratitud hacía el colegio. “Somos muy afortunados -explica- porque nos han acogido muy bien. Los profesores son muy amables y el resto de niños y familias también nos están tratando muy bien”.

Ahora, desde la tranquilidad de Nanclares, miran al futuro con un poco más de esperanza. La retirada rusa de su ciudad les permite ser un poco más optimistas de poder volver a reunirse con su marido, que se quedó en Ucrania trabajando como voluntario en un refugio antiaéreo, pero no obstante, desconfían de que el final de la guerra esté cerca. Tatiana afirma que “los rusos se han retirado pero parece que se están reagrupando en Bielorrusia para hacer otra ofensiva. Hasta que no estemos seguros de que no hay peligro no podemos volver”.

Mientras tanto, ellos pueden vivir en paz en Nanclares y aquí tenemos la suerte de contar con los Piskovenko, una familia más de Iruña de Oca.