De chaval yo fui un demonio. Todos lo sospechaban, pero la cosa empeoró cuando a la muy cabrona del 3ºA se le ocurrió empezar a llamarme: ¡Lucifer! Todo ese revuelo disgustó a madre, una mujer muy devota, aunque le hizo mucha gracia a padre que era un puñetero apóstata. No negaré que mi adolescencia fuese al cuanto turbulenta y que unas cuantas farolas y algún que otro coche, expiaron mi gran frustración por vivir en un barrio de mierda, donde la única diversión posible era frecuentar el “círculo católico de ns. Señora de Fátima” donde el hijo puta de Don Venecia nos sacudía cada vez que escuchaba una imprecación, o sea a menudo. Tampoco ayudaba que en mi casa no me hiciesen ni puto caso, empeñados como estaban en sobrevivir.
No es que mis colegas y yo fuésemos “mala gente”, lo que pasa es que vivíamos una realidad muy jodida y lo de putear a los adultos y a su cacareada “respetabilidad” se transformó en un deporte de riesgo que no podíamos evitar, aunque eso conllevara una profusión de ostias por parte de más de un vecino o sufrir en nuestra propia carne el arsenal materno integrado por plumeros, sacude alfombras, cucharas de palo y pantuflas reforzadas….
Las cosas comenzaron a cambiar cuando una cálida tarde de verano del 70, decidimos irnos a sisar higos, hasta la finca de un viejo que solía pasar por el barrio con un 600 familiar, un “huevo” para entendernos… Pepe el rojillo, aseguró que el tío había salido de casa y nos puso la boca aguas, describiendo las brevas maduras que allí nos estaban esperando. Trepamos la valla de la casa y nos colamos hasta la zona de la higuera cuando de pronto, el perro más grande que hubiese visto jamás, apareció de la nada, gruñendo amenazador. Quise desvanecer como hicieron los demás, pero mi cuerpo no respondió y me quedé allí acojonado como un pulpo en una feria gallega.
Recobré el aliento, sólo cuando el viejo ató al perro. Me fui preparando física y mentalmente para recibir la merecida hostia que pero nunca llegó. En cambio, el viejo me invitó a sentarme a una mesa de su patio, donde había una fuente repleta de higos maduritos. Debo admitir que eso me desconcertó bastante y al tiempo que me daba el atracón, el viejo me dijo que mis amigos y yo podíamos volver allí cuando quisiésemos, ya que él no podía comerse todos los higos y que prefería “socializar” palabra que en aquel entonces yo desconocía.
Empezamos a ir a la casa, aunque el “tetas” que era un desconfiado, nos previno sobre la posibilidad de que el viejo fuera uno de esos a quien le gustan los jovencitos…. Pero de eso nada. Don Peppino era un tío legal como la copa de un pino y valga la rima. Trascurríamos muchas tardes, escuchando los relatos de los años vividos en Argentina, sus aventuras, sus amores…. Luego pero nos escuchaba, nos preguntaba y nos invitaba siempre a hacer cosas nuevas. Gracias a él aprendimos a jugar a “Tressette” el Mus napolitano y hasta a hacer vino, igualito a como lo hacía su abuelo. Pero sobre todo, nos convenció con sencillez, que podían existir puentes entre nuestro mundo y el de los adultos.
A este punto, algunos se estarán preguntando a que viene este relato en un espacio de EhBildu. Lo aclaro… Hace tiempo que leo en los foros locales las “respetables” opiniones de vecinos, quejándose por los numerosos actos de vandalismo en el municipio, consumados por “delincuentes” “sin vergüenza” “maleducados”, “menas”….. e irremediablemente vuelvo a ser aquel introvertido mozo que se ahogaba en un océano de conformismo y de incomprensión.
Puedo solidarizarme y comprendo la impotencia y la indignación de quien haya padecido “provocaciones” por parte de estos chavales, sin embargo considero injusto y un craso error culpar a esos mozos por una desesperación y una confusión cuyos responsables somos los adultos y una sociedad insolidaria y sin valores que hemos creado y permitido.
Debemos buscar “entre todos”, no sólo los políticos, unas salidas dignas, medidas efectivas, racionales y equilibradas que no sean únicamente represivas. Hagamos que los Don Peppino hagan su trabajo o el mañana no tendrá sentido.